Sábado 22 de Marzo de 2025
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Estado austero y bienes públicos en la agenda del cambio

Si la transformación llegó para durar, el Presidente y los que lo sucedan deben ejercer funciones en una administración que no por rigurosa deja de estar presente

PARA LA NACIONDaniel Gustavo Montamat

Dentro de la Escuela Austríaca, el americano Murray Rothbart encarna el pensamiento más radical en contra de la existencia del Estado. Mientras Carl Mises advierte sobre la hipertrofia intervencionista que desnaturaliza el rol del Estado y Friedrich Hayek fustiga la arrogancia de los estatistas pero transa incluso con algunas intervenciones derivadas de fallos de mercado, Rothbart critica a los economistas clásicos que propiciaban la existencia de un Estado gendarme sin interferencia en la operación del mercado (laissez faire, laissez passer), y ataca la “ingenuidad de los minarquistas”, que se resignan a la convivencia de la economía de mercado con un “Estado mínimo” ocupado de funciones básicas, aunque sea un “mal necesario”, como razona el filósofo Robert Nozick.

En una de sus obras más difundidas, Power and Market, Rothbart se propone demostrar que toda intervención del Estado sobre los individuos es coerción depredadora e inmoral. Empieza planteando la necesidad de suplantar los servicios básicos de seguridad, justicia y defensa monopolizados por el Estado por prestaciones de agencias privadas que actúen en competencia en el mercado. Argumenta que los servicios privados de estos bienes son más eficientes y aumentan el bienestar general respecto de la opción que ofrece el poder coactivo estatal. El resto del libro se ocupa de analizar las distintas políticas públicas de intervención estatal criticando su ineficiencia y sus efectos devastadores en el normal funcionamiento de la economía de mercado. Como anarcolibertario, afirma que el Estado es un predador incorregible. Hay que hacerlo desaparecer, eliminarlo. Cuando el presidente Milei despotrica contra el Estado, razona como un confeso anarcolibertario.

Al inaugurar las sesiones de la Asamblea Legislativa de este año el Presidente explicitó varias ideas respecto del rumbo de las políticas públicas en torno al tamaño del Estado, pero sin adentrarse en los límites y alcances de su rol. Sí deslizó, siguiendo sus íntimas convicciones, que el gasto público debía seguir bajando tras alcanzar el objetivo del 25% para reducir impuestos “hasta el final del Estado en el largo plazo”.

Soslayando su aspiración de máxima como anarcocapitalista, en su discurso el Presidente dio algunas pautas relevantes sobre el tamaño que se plantea para el Estado argentino. Primero: la imposición como regla a rajatabla de un superávit fiscal intertemporal es un primer condicionante de su dimensión. Los ingresos públicos, a partir del precedente sentado el año pasado, deben cubrir de ahora en más los gastos totales. Esto se plasmará en un proyecto de ley a enviarse al Congreso. Segundo, como ya se había convenido en el Pacto de Mayo, se ratifica el compromiso de reducción del gasto público consolidado a su nivel histórico del 25% del PBI, para lo cual debe haber un esfuerzo conjunto de la Nación, las provincias y los municipios. Tercero, alcanzado ese objetivo, hay que ir por más. Pero ahí viene la pregunta y la necesidad de convergencia de las fuerzas del cambio: un gasto público del 25% del PBI o aun menos, ¿para hacer qué? La repuesta evasiva a flor de labios puede ser: para hacer lo que se decida en los presupuestos de las diferentes jurisdicciones. La austeridad per se es la que establece las prioridades, y en contextos estables la alternancia en el poder fija los matices. Pero en contextos inestables como el nuestro, con hipertrofia estatal, y donde el cambio debe arraigarse, empiezan las disyuntivas: ¿cuánto para sostener las burocracias estatales y cuánto para obras públicas?, ¿cuánto para sostener subsidios de distinta naturaleza y cuánto para sostener y mejorar la educación y la salud públicas?

El primer punto de convergencia hacia el futuro entre las fuerzas del cambio es aceptar la regla del equilibrio intertemporal asumiendo la existencia de un Estado austero. Rothbart no va a estar de acuerdo, por supuesto, como tampoco van a estar de acuerdo los responsables del Estado elefantiásico y ausente generado al compás de la falacia “donde hay una necesidad hay un derecho”. Si el cambio llegó para durar, el presidente Milei y los que lo sucedan deben asumir y ejercer funciones en un Estado que no por austero deja de estar presente, y que ha erradicado la recurrencia al impuesto inflacionario para financiar sus despilfarros. Ahora bien, ese Estado austero debe tener en claro las prioridades de su rol en la prestación de bienes y servicios públicos que han perdido calidad y alcance en todos estos años.

A la teoría económica siempre le resultó difícil definir el papel apropiado del Estado. En eso acierta la Escuela Austríaca. Si el Estado no va a ser un propietario socialista de los medios de producción y no es un proveedor eficiente de beneficios sociales: ¿qué va a hacer? La corriente minimalista del rol del Estado siempre argumentó que la organización capitalista de mercado puede suministrar eficientemente todos los bienes y servicios que los seres humanos desean o necesitan, excepto aquellos pocos conocidos como bienes públicos puros o absolutos. Aunque los anarcocapitalistas también niegan la existencia de tales bienes públicos, aceptemos que la Argentina de los años por venir convivirá, como lo hizo en 2024, con la prestación de servicios de seguridad, justicia, defensa y relaciones exteriores, además de mantener servicios de educación, salud pública y asistencia social, obras de infraestructura, regulación de monopolios naturales, defensa de la competencia, promoción de la cultura, y otros.

El Estado austero primero debe ocuparse de la mejora sustancial en la prestación de los bienes y servicios públicos puros a su cargo. Los bienes públicos puros tienen características únicas que complican la eficiencia de los mercados privados. El consumo por una persona no excluye el consumo por las demás personas. Si un individuo se beneficia con el uso de la defensa nacional o de una plaza, esto no afecta el uso que pueden hacer otros de ese servicio. En vista de que todos disfrutan el uso de esos bienes, y como nadie puede evitar que los demás los usen, todos tienen un incentivo para disimular la demanda de esos bienes puros a fin de evitar pagar su parte proporcional de los costos. Por eso los bienes públicos puros se financian a través de impuestos. Cuando el argentino de a pie demanda seguridad y justicia para la protección de sus bienes, de su vida y la de los suyos, está pensando en el policía del barrio o en el fiscal y el juez de turno. Y cuando es consciente de la vulnerabilidad del espacio aéreo, marítimo y terrestre valora la capacidad de repuesta de las fuerzas armadas. Es cierto, el mercado provee servicios de seguridad sustitutos, y en ciertos contratos se puede pactar la prórroga de jurisdicción para evitar las sentencias de la Justicia argentina; pero cuando el Estado que ejerce el monopolio de la fuerza en un territorio aparece ante sus ciudadanos con fronteras invadidas y doblegado por los delincuentes comunes y el crimen organizado, resigna su esencia. La calidad y el alcance en la prestación de estos bienes puros, incluido el enforcement para hacer cumplir la ley, apuntalan el funcionamiento eficiente y competitivo de los mercados. En entramados institucionales que favorecen la confianza y donde se multiplican las transacciones aflora el desarrollo, como nos recuerda el institucionalismo económico.

El Estado argentino seguirá prestando servicios universitarios, de educación y salud públicas, de asistencia social, además de otras prestaciones que no tienen las características propias de los bienes públicos puros. De hecho, hay concurrencia de oferentes privados. El involucramiento estatal en estas prestaciones se seguirá justificando en la tradición histórica, las externalidades sociales positivas que brindan y en el rol que cumplen apuntalando la igualdad de oportunidades y el ascensor social. Pero de ahora en más el principio de austeridad impone dos restricciones en la prestación estatal de estos servicios: una conceptual, erradicar el concepto de gratuidad con que se ha promovido su prestación. No son servicios gratuitos, el libre acceso lo financia la sociedad con impuestos. Otra de fondo: hay que empezar a medir la calidad, transparencia y eficiencia de estas prestaciones, y explorar, guiados por la experiencia comparada, nuevos mecanismos de financiamiento para extender su alcance.

El Estado austero presente con bienes públicos de calidad debe reinsertar estratégicamente al país en el nuevo orden mundial, y debe promover un programa de desarrollo que articule el circuito ciencia, producción, tecnología e innovación. Y hay que vertebrar el territorio con obras de infraestructura crítica que nos proyecten al mercado regional y al mundo. El cambio, con otro Estado.

Doctor en Economía y en Derecho

Por Daniel Gustavo Montamat

 

Fuente: La Nación

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