Viernes 07 de Febrero de 2025
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De Los Supersónicos a Elon Musk

Nací en la década del 60 y a los diez o doce años, cuando el fin de la infancia nos ofrece un primer vislumbre del ciclo de la vida, me pregunté cómo sería el mundo en 2025. El año me parecía lejanísimo, propio de las novelas de ciencia ficción que empezaba a leer, pero sonaba a cifra redonda. Me dije sin garantía que para entonces seguiría vivo, y allí, tumbado en el jardín de mi casa, mientras miraba pasar las nubes, proyecté una realidad futurista inspirada en Los Supersónicos y en los libros de Ray Bradbury. Habré soñado un buen rato hasta que, cuando empezaba a oscurecer, la voz de mi madre anunció que la comida estaba lista. Nunca olvidé esa escena, tan lejana para mí ahora como entonces lo estaba el año 2025 para ese chico tendido en el pasto.

Después, la vida. Me distraje en el día a día, pasaron cinco décadas y aquí estoy, en el año en que el mundo iba a ser otro. ¿Qué tan otro resultó? Aunque no recuerdo las maravillas tecnológicas con las que fantaseó mi mente, tengo la certeza de que mi imaginación se quedó corta. Los cuentos de El hombre ilustrado ya me habían prevenido contra la adoración de la tecnología, pero todo cuanto imaginé esa tarde me produjo una suerte de deslumbrada expectativa. Hoy, sin embargo, me preocupa una tecnología que se desarrolla a una velocidad pasmosa, sin control y sin otra orientación que la del interés económico, con todos nosotros como conejillos de indias que vamos siendo transformados en el proceso.

“Lo que provoca sentimientos ambivalentes no es la tecnología en sí, que nunca deja de ofrecer aspectos positivos. Lo que preocupa es la velocidad y la imprevisibilidad del cambio, porque no vemos hacia dónde va. Y, sobre todo, el miedo a que se vuelva incontrolable”, escribió Pablo Capanna, filósofo y acaso la autoridad máxima en el país sobre ciencia ficción, en Maquinaciones. El otro lado de la tecnología, libro de 2011.

A los efectos indeseados de la tecnología se suele llegar tarde y son difíciles de detener, señala. Los medicamentos, antes de salir a la venta, pasan por controles rigurosos. En cambio, no hay testeo previo de los efectos psicológicos de los videojuegos o de la exposición prolongada al chateo. No lo hubo tampoco de lo que sucede en nuestra interacción con los chats falsamente “humanizados” de la inteligencia artificial. El año pasado, en Orlando, un chico de 14 años se suicidó tras una charla con un chatbot del que se había enamorado.

"El miedo nace del desfasaje entre el acelerado progreso de la tecnología y el creciente retroceso de las relaciones humanas"

 

En esto, la mano invisible del mercado no alcanza. Hay que orientarla, dice Capanna. Como ocurrió con el plomo, por ejemplo. Sabíamos que la ingestión de plomo daña nuestro organismo, y a pesar de eso la industria produjo cañerías, pinturas y naftas con plomo. Luego de que se envenenaran varias generaciones, se impusieron los productos sin plomo, y no porque fueran más baratos, sino en virtud de las leyes y de incentivos que, desde el Estado, favorecían el uso de tecnologías más limpias.

“Los temores de hoy son algo más que una irracional resistencia al cambio –dice el filósofo–. Todo el mundo sabe que lo que mata no es la bala, sino su aceleración. Nadie desea volver al pasado, pero teme que la velocidad del cambio lo deje sin futuro”.

Las “máquinas” no son el problema. A fin de cuentas, la tecnología es un proceso que impulsan algunos hombres. La cuestión es que los fines que persiguen esos hombres no siempre coinciden con los del conjunto. Las consecuencias de sus hallazgos, eso sí, nos afectan a todos. Por eso estas innovaciones deben ser orientadas al bien común, insiste Capanna. Y ahí ya no hablamos de tecnología, sino de política.

Durante la Guerra Fría, cuando se acumuló un arsenal capaz de destruir varias veces la Tierra, el “teléfono rojo” fue la herramienta política para mantener bajo control el poder de la tecnología. ¿Quedará ese teléfono en manos de un Elon Musk? Dice Capanna: “El miedo nace del desfasaje entre el acelerado progreso de la tecnología y el creciente retroceso de las relaciones humanas. Pero ese no es un problema técnico sino político, en el sentido más noble de una palabra tan devaluada”.

A mis veinte años, cuando leía mucha ciencia ficción, escuché a Capanna en una conferencia sobre el escritor Cordwainer Smith, a la que fui con la revista El Péndulo bajo el brazo. Hoy, al tomar su libro de mi biblioteca, me acordé de esa época y, más atrás, del chico que sueña el futuro desde el jardín de su casa. Ese chico empezaba a asomarse al misterio de existir. A la conciencia nebulosa de ese misterio. ¿Qué era todo aquello? El pasto debajo de mi cuerpo, las ramas del liquidámbar encima, los retazos de cielo definidos por las nubes pasajeras. Y el enigma del tiempo, reflejado en ese desplazamiento que acaso era lo que me había llevado a viajar desde una tarde de los años 70 hasta 2025. Es decir, al día de hoy. Ese chico, como el mundo a su alrededor, también cambió. Pero algo sigue igual: las preguntas esenciales que empezaban a insinuarse en su cabeza aún me acompañan. A estas alturas, el hombre que soy aprendió a convivir en buenos términos con ese misterio.

Por Héctor M. Guyot

Fuente: La Nacion

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