Hijos de la fábula, la nueva novela de Fernando Aramburu, el autor de Patria
Después del suceso de su novela sobre las cicatrices que dejó ETA, el escritor vasco Fernando Aramburu propone una sátira eficaz sobre el absurdo de la violencia
PARA LA NACION
A veces le alcanza a esa entidad voraz llamada absurdo con que un par de piezas equivoquen su rumbo para que tiempo y espacio –en pocas palabras– se desencuentren. La realidad suele ser cruel con esa clase de malentendidos y la historia con mayúscula, a la que no hace falta aclarar quién le dicta letra, acostumbra a pasarles por encima con su tanque impiadoso sin detenerse en sus pliegues ni matices.
A propósito de eso, la desmesura revolucionaria y su –con frecuencia– trágico desfasaje se tornan con facilidad el alimento predilecto de ciertas miradas literarias a las que la perspectiva del tiempo parece entregarles todas las respuestas. Desde esa distancia se instala el vasco Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) en su última novela, en desatado plan de comedia. En Hijos de la fábula, dos tragicómicos y rocambolescos personajes hacen lo que pueden con su alma intentando treparse aunque más no sea a los últimos vagones del tren de la historia, sin ser conscientes de que esta transcurre hace rato por otras vías.
"La novela comienza cuando los personajes se encuadran en las filas de ETA, pero la organización, con lógica de hierro, los envía a esperar para su instrucción a una pequeña localidad francesa"
Suerte de antídoto contra la espesura dramática de Patria, su voluminosa y muy leída novela previa sobre las cicatrices dejadas por ETA, o bien su contraparte, Hijos de la fábula encuentra a sus dos jóvenes protagonistas, Asier y Joseba, en apariencia dispuestos a todo, solo que en el tiempo y espacio equivocados, sin los medios y, quizá, también sin el valor necesario. Apenas tienen como armadura y como brújula –nada más y nada menos– sus convicciones, y llevan consigo, si se quiere, el peso de una tradición. El punto de partida en el que Aramburu los sitúa es el mismo de Patria. Resulta, paradójicamente, un punto de llegada: el momento –fines de 2011– en el que ETA decide deponer las armas y continuar, en todo caso, algo de esa lucha por otros medios, cerrando una larga etapa signada por la violencia y, a caballo del fantasma de la revolución, la ambición de un País Vasco independiente.
La novela, en rigor, comienza unos meses antes: Asier y Joseba se encuadran en las filas de ETA, pero la organización, con lógica de hierro, los envía a esperar para su instrucción a una pequeña localidad francesa –Albi–, no muy lejana a Toulouse. Los aspirantes a revolucionarios duermen en el galpón de una granja, y durante el día hacen poco y nada, pese a los ímpetus y al rigor que Asier –el líder natural del dúo– trata de imponerle a Joseba, más pasivo y sumiso, a la vez que nostálgico con razones de sobra: en su pueblo ha quedado no solo su novia, Karmele, a quien no le dio la noticia de su partida, sino también un hijo o hija próximo a nacer.
"El absurdo inicia allí su escalada, que ya se intuye irremediable, prometiéndole a los personajes un destino de antihéroes"
La granja en que se encuentran pertenece a una extrañísima pareja que apenas les dirige la palabra, mucho más allá de la frontera idiomática, para la que hacen insignificantes labores y a la que observan entre fascinados y preocupados: a ella, por sus ocasionales amantes; a él por los intentos, de vez en cuando, de acabar con su vida.
El absurdo inicia allí su escalada, que ya se intuye irremediable, prometiéndole a los personajes –beckettianos sin saberlo–, en una espera que parece eterna, un destino de antihéroes.
Semejante asechanza proviene de diversos frentes: el aburguesamiento, que tratan de combatir con rutinas físicas, pasibles sin embargo de ser suspendidas a la menor dificultad; la miseria y el hambre, a partir de los muy escasos fondos que la organización les provee, al margen de los esporádicos raptos piadosos de la pareja de granjeros y de alguna que otra excursión vandálica, desde luego justificada por la nobleza de la causa.
Por último la sospecha, solo atenuada por el contacto con su reticente enlace en la región, de que sus superiores se han olvidado completamente de su existencia. El punto de inflexión resulta, como ya se ha mencionado, la instancia en que ETA decide declarar el fin de la lucha armada, noticia que la feroz pantalla de televisión les escupe mientras la lujuriosa granjera los convida con un banquete, que se asemeja demasiado a una última cena.
A partir de entonces, con el traje de Laurel y Hardy que cada vez les calza mejor, Asier y Joseba deciden redoblar la apuesta: si ETA ha flaqueado, ellos no. Así fundan su propio comando, piedra angular de una nueva organización que –sueñan– tomará las banderas tristemente arriadas y a la que seguro se unirán, qué duda cabe, miles y miles.
Solo necesitan, en lo inmediato, una disciplina más férrea que nunca, y por supuesto un primer acto que les otorgue visibilidad. El paso de comedia de la novela, que ya transcurría por carriles eficaces, se potencia en adelante –disparado por el contraste con la realidad– a partir de la necesidad de los protagonistas de reafirmar sus ideas.
“Nos llamarán asesinos. ¿Cuánto te juegas? Ya lo hacían con ETA”, proclama Asier, cuando lo máximo que han hecho hasta entonces es robarle el almuerzo a un niño. El salto que han dado solo puede conducirlos al abismo.
Pese a que desde el punto de vista anecdótico Hijos de la fábula por momentos se ameseta –quizá le sobren algunas decenas de páginas–, resulta sumamente efectiva. Aramburu supo tomarle el pulso a sus personajes. Con el paradigma quijotesco en su lejana génesis, Asier y Joseba recuerdan antes que nada –valoraciones aparte– a los inefables Bouvard y Pécuchet, los personajes de Flaubert, en particular por la distancia que ponen con el mundo, por la suficiencia con que transitan sus convicciones y, desde ya, por la prepotencia insular de su verdad.
Es posible que este tipo de novelas, no desde la superficie de la anécdota puntual o el contexto que le da vida, sino en el diálogo con su trasfondo, dejen con frecuencia al lector, cuando los ecos de la risa empiezan a apagarse, un impensado regusto amargo. Pero es posible asimismo que esa misma acritud en cierto modo lo mantenga a salvo del cinismo con el que muchas veces la realidad, y el paso del tiempo, nos encandilan.
Hijos de la fábula
Por Fernando Aramburu
Tusquets
320 páginas
$ 5000
Patria
Por Fernando Aramburu
Tusquets
Fuente: La Nación